lunes, 22 de abril de 2019

Una joven de los 40's en overol


El índice, el medio, el anular y el meñique de mis dos manos, se sujetaban a un grande enrejado: un centenar de “pletinas” soldadas entre sí, para formar un patrón constante de una especie de rectángulos en desorden, que parecían pellizcados en su lado más corto por la unión de dichos perfiles metálicos; coloreado con la pintura de aceite más negra y más brillante, se apocaba un poco por la tierra que guardaba entre sus pliegues.

La holgura entre los perfiles me dejaba ver a través del enrejado un “porche”; rodeado de un vasto número de pesadas macetas, hogar de una gran variedad de especies de helechos, palmeras, hojas de coche y potos; contenedor de una docena de mecedoras tradicionales de mi terruño, hechas con varilla metálica y malla de acero, todo pintado de color blanco pero un poco manchadas de color grisáceo, por el paso de los años; un rugoso muro blanco, sostén de al menos cinco pequeñas jaulas cuadradas, de acero y de madera, con parejas de canarios amarillos, azules y verdes, y en la más grande de las jaulas, un hermoso pájaro rojo, con un fleco punk, antifaz negro y pico anaranjado.

 Y al centro de esta quimera jungla, sentada en una mecedora mas grande que las otras, una mujer robusta de edad avanzada; blanca como leche, pero ruborizada como el encendido rojizo de un betabel; rubio cabello, como la “tierra siena” de las pinturas rupestres; ojos caídos color marrón y delgados labios como rosadas “suculentas”. Vestida con una ligera, clara y floreada bata de algodón, sostenía en sus brazos, rollizos, blancos y salpicados de manchitas, ovaladas y de color marrón, a una pequeña niña, de piel tostada y cabello retorcido y “azabachado”. 

Mientras me dejaba llevar por esta escena, pude sentir el calor enternecedor de su cuerpo en mi piel, la emoción de sus ojos que brotaba de los míos como el rocío fresco en forma gotas saladas, el aroma abrazador de las rosas de la crema “Teatrical”, la melodía dulce y suave de aquella voz acompañada siempre por el canto de las aves, el murmullo en su pecho al palpitar su corazón; y el sollozo y la añoranza de los recuerdos de mi “awelita”. Esa mujer en la mecedora era mi abuela y la niña en sus brazos era yo, y esta escena fue el sueño más hermoso que tuve después de su muerte.

Esta fotografía fue tomada cuando yo tenía 10 años, mientras mi mamá y mi awelita estaban sentadas a lado mío, seguramente discutiendo algo.

Muchas mañanas durante toda mi carrera universitaria salía corriendo de madrugada a la facultad sin un bocado en barriga, porque mi primera clase era a las 7:30 de la mañana y como seguramente un día antes no había pegado el ojo en toda la noche para terminar una maqueta, una lámina de dibujo o un plano, el poco tiempo que me quedaba en la madrugada, sólo me daba oportunidad de bañarme y vestirme. Volaba en mi carrito por la avenidas vacías de la ciudad, apresurada por llegar a mis primeras clases; y aunque el hambre me mataba por alrededor de tres horas, mi cabeza calmaba mi apetito con la certeza de que más tarde tendría un buen almuerzo, un huevito, un café y seguro hasta un pan dulce.

Daban las 9:45 de la mañana, y salía volando nuevamente en mi carrito. Tomaba avenida universidad para girar en avenida Nogalar, para dirigirme a la avenida Churubusco. Ya en Churubusco, tomaba el retorno en las vías del tren que pasan a un costado de la Escuela Industrial y Preparatoria Técnica Alvaro Obregón para seguir por la avenida Churubusco en sentido de sur a norte, hasta dar vuelta a la derecha en la calle Rómulo Garza. Donde me esperaban dos arboles que flanquean el “porche junglado” de la casa, uno de ellos se aseguraba de dar sombra todo el día y el otro era sólo un pinito que adornaba la casa de mi “awelita” y tapaba la horrenda entrada de la vecina.

Siempre bajaba del carro, ansiosa por tocar el timbre y que la bella sonrisa de mi “awelita” salieran a recibirme. Con esa encantadora sonrisa, que entrecerraba sus ojos y arrugaba su nariz “respingada”, me invitaba a pasar. Y el cálido abrazo de una mujer, pequeña de estatura, que alzaba los brazos para envolver a su gigante nieta, en el calor de su pecho y el entrañable aroma a crema Teatrical; me hacía perder la mente por un momento y me obligaba a quitarme el abrigo imaginario que cargaba todos los días, lleno de miedos, tristezas y enfados, para dejarlo en la banqueta y gozar de la magia fantástica que llenaba su hogar.

Su blanca manita, espolvoreada con manchitas marrón, tomaba la mía y me llevaba a la cocina. Pasábamos juntas por la jungla de su porche y el cantar de los pajaritos, para pasar por una puerta metálica cubierta por un mosquitero y llegar a la sala, silenciosa e iluminada, soltaba mi mano para cerrar. Yo seguía caminando hasta llegar al marco que dividía la sala del comedor. Sabía que había llegado cuando pisaba los últimos 30 centímetros del piso de la sala, porque el escalón que llevaba al comedor obscuro, siempre tuvo un mosaico suelto, que sonaba extraño y hacía un gran eco en el espacio que me erizaba los vellitos del cuerpo. El umbral y ese ruido, me avisaba que debía acelerar el paso, pues mi miedo desde niña a la obscuridad, me hacía imaginar cientos de fantasmas en la vitrina, llena de figuritas tenebrosas; en el espejo, que reflejaba un montón de sombras; el en reloj “ding dong”, que sonaba a cada hora; y hasta en el florero de la mesa, que lleno de flores y frutas parecía la cabeza de un hombre con los sesos de fuera.

El miedo terminada cuando sentía su mano en mi espalda y podía ver el haz de luz que salía de la cocina al final del pasillo. Estaba apunto de llegar a la cocina. Conforme mis pies tocaban poco a poco el resplandor que provocaba la luz de la cocina en el piso de cemento pulido, mi brazo derecho se estiraba para alcanzar a rozar con mi dedos esas cortina largas y claras que colgaba del techo en el distribuidor y que ocultaba el baño, la recámara y la escalera. Esas cortina en las que, por muchos años, me daba vueltas y vueltas para envolverme en ellas, encogía las piernas y quedaba colgada. Me balanceaba de un lado a otro y soñaba con ser una trapecista que volaba en el aire. Giraba en el aire, mientras mis brazos y piernas se enredaban en las cortinas hasta que…¡puf! caía al suelo con todo con todo y cortinero.

La cocina era un espacio rectangular, muy largo y muy alto. En el muro derecho, pegado a la entrada estaba la alacena y la estufa; en el muro izquierdo, estaba una alacena alta de lamina y a lado de ella un refrigerador viejo que daba toques en cuanto te rozaba la piel; haciendo escuadra con el refrigerador, estaba esa gran mesa, sobre la cual colgaba una alacena de madera; y al fondo de la cocina el muro que contenía la tarja, la puerta y la pequeña ventana que daba al patio. Desde la entrada de la cocina podía ver a mi “awelito” sentado en su silla de siempre y esperando a que se le sirviera el almuerzo cubierta siempre, en la gran mesa cubierta siempre por los coloridos manteles de plástico de mi abuelita, un día flores, otro día cuadros. En cuanto entraba con mi awelita, me comenzaba a platicar sus aventuras, yo tomaba la silla que estaba frente al refrigerador, en la otra cabecera de la mesa y me dedicaba a escucharlo toda lo que restaba de la mañana, mientras mi abuelita hacía sus exquisitas pócimas en la estufa.

Después de algunos minutos, mi awelita me servía en un plato, redondo, blanco, semi trasparente y con los bordes unidos como si de pétalos se trataran, dos huevitos estrellados, como aquellos con los que me correteaba de niña todas la mañanas, para que no me fuera al colegio sin desayunar; y un vaso grande de café con leche, ahora era grande y podía tomar ese café. De niña sólo me tenía que conformar con un vaso grande de leche, sola o con chocolate, que salía de una gran olla de peltre que guardaba en el refrigerador, siempre con una asquerosa y gorda capa de nata. Mi awelita la hacía a un lado y tomaba con una tacita y me la servía en mi vaso. Y para acompañar mi leche, con los años sustituido por un café, llegaba la caja llena de sorpresas, un enorme “tupper” amarillo que bajaba de la parte más alta de la alacena, lleno de pan dulce, volcanes, donas, orejas, “kekitos”, galletas con chochitos y a veces hasta marranitos. Que delicia escondía aquel recipiente.

Lo que daría por sentarme de nuevo a su mesa, y disfrutar de sus comentarios, que siempre terminaban con esa sonrisa que entrecerraba sus ojos y arrugaba su nariz; escuchar de nuevo esa voz rasposa que brotaba de su boca y pronunciaba miles de palabras por minuto o el susurro de aquella voz cuando mi awelito esta en el otro cuarto y todo lo que hablábamos era un secreto…

Fotografía de mi fin de generación en diciembre del 2010.

Para septiembre de 2010, ya era “toda una arquitecta”, laboralmente hablando, pero todavía una universitaria en albores de titulación. Tras una larga semana de trabajo nocturno en la obra de un restaurante por el aeropuerto, llegué a casa y me dormí. No llevaba ni veinte minutos dormida cuando recibí la noticia que mi más grande regalo en la tierra había fallecido. Mi prima Lidia me daba la noticia, pero mi letargo no me dejaba creerlo, hasta que la vi postrada y sin vida en una caja. Todos mis momentos se los llevó una horrible caja, larga y plateada, en la que la vi por última vez. No sonreía, su nariz no se arrugaba, sus mejillas no eran rosadas, su cabello no era dorado, ni esponjado, su cabello esta embarrado a su cabeza como ella lo odiaba; y yo no alcanzaba a oler la crema teatrical de su cuerpo. Su cuello tenía una enorme mancha morada que subía hasta su barbilla y su cara estaba congelada con un gesto serio y acartonado. 

Ese día no pude decir adiós y mucho menos tuve oportunidad de llorarla. En ese momento tenía que sostener a mi mamá que se desvanecía del dolor en mis brazos. Así que sin lágrimas y con un nudo en la garganta se fue mi awelita, la mujer que más amor me había dado; me cuido, me alimentó, me dio un techo y me cobijo en sus brazos. Me compartí de su leche, su café y sus huevitos, me enseño a divertirme cuando hacía tortillas de harina, porque me dejaba hacer todas las formas que yo podía imaginar, por que esta nieta suya nunca aprendió a usar el “palote”. Dejó en mi paladar el delicioso sabor de la capirotada en semana santa, y el del arroz rojo que acompañaba con todo y sobre todo me dejó por siempre la ansiedad de comer un pan dulce de su gran vasija amarilla. 

¿La amaba? Claro que la amaba, pero yo sentía que mucha gente necesitaba curar su dolor ese día. Mares y ríos de personas llegaron a despedirse de ella. La tan querido Doña Juanita se había ido y todos los que la conocía querían darle el último adiós. Su manera de ser la unió con mucha gente y su sonrisa encanto a centenares. Fue querida por muchos y amada por otro tanto. Y tras su muerte las cosas no fueron las mismas. Su casa de sentía vacía, mis tíos y tías le lloraron por mucho y los nietos y nietas las extrañábamos demasiado, pero mi awelito quizá fue él que mas sufrió, estaba tan triste que poco a poco la tristeza lo debilitó y tiempo después murió. Muchos dijeron, que mi awelita había venido por él. 

Por un par de años olvidé el día y año de su muerte y traté de olvidar lo que sentí ese día, el nudo en la garganta y la represión del llanto; aunque mi corazón se apachurrara, al entrar a su casa y no verla sentada ni en la mecedora, ni en la cocina, y mis ojos se inundaran de lagrimas saladas, al recordarla en el espejo del ropero de la pequeñita puerta en la que guardaba su labial, sus peines y peinetas, su aceite, su crema teatrical y sus tesoros, todos los sentimientos eran reprimidos. Hasta hace unos meses cuando entendí muchas de las historias que susurraban en la mesa de la cocina. Mi tía, la mayor de todos, me contó la historia de mi awelita en voz alta.

Esta fotografía fue tomada en una viaje a Acapulco de mi awelita y mi awelito.

Mi awelita fue una mujer “Lilith”, supo poner un alto al maltrato de un primer marido y huyó a la ciudad, con dos hijos que le sobrevivieron, para abrirse camino en una ciudad industrial, en la que el hombre obrero tenía todas las oportunidades y las mujeres obreras muy pocas. Trabajó como obrera en la cigarrera La Moderna, ubicada en el barrio de la "Medalla", al noroeste del centro de la ciudad.  Fue una mujer valiente, criticada por vestir de overol y por no tener un marido en casa, pero lo que a ella le importaba era dar alimento y techo a sus hijos. Con el tiempo la vida le cambio y pudo tener la familia que deseaba, y quizá hasta disfrutar la vida.


Éste croquis aún en proceso, esta marcado el barrio de la "Medalla" con la letra "A", el cual Eduardo Cazares describe así:
Estaba ubicado entre las calles Colón, Miguel Nieto, Aramberri y la avenida Urdiales. Su nombre se debió al templo de la Medalla Milagrosa ubicado en Edison, entre Treviño e Isaac Garza.
En 1787, el Ayuntamiento le concede al Obispo José Vergel la loma de la Chepe Vera (loma del Obispado), por su intención de cambiar la ciudad al poniente debido a las inundaciones. En dicha loma se construyó un palacio en honor de la virgen de Guadalupe, que posteriormente fue llamado del Obispado. La colonia no se pobló sino hasta 1920, con el crecimiento demográfico ocasionado por la industria.
Lo que caracterizó a este barrio eran las fábricas, los panteones municipales y el privado de El Carmen. Las primeras fábricas fueron la fábrica de cerrillos El Fénix, la fábrica de muebles La Malinche, y la Galletera Mexicana.

Pero éste fin de semana pude recorrer los alrededores de la cigarrera y sentí el corazón lleno de mi abuelita. No sé en que casa vivió entonces, ni como vivió, pero sé que alguna de estas casitas pudo ser el hogar de ella y de sus bebes; y tengo la ilusión que para ella este barrio fue la “puerta violeta”, como dice Rozalén, que la liberó y la llevó a “un prado verde muy lejos”, en sentido figurado…


En ésta fotografía se puede ver la cigarrera al centro de la imagen, con la calzada madero al sur, y la rotonda al sureste, hoy desaparecida, dividida por las vías del tren que están sobre la calle Pablo González Garza. Mi abuela debió haber vivido en una de las cuatro manzanas al norte de la cigarrera, como me lo contó mi tía. Éstas, están delimitadas por las calles Arteaga, Carlos Salazar y Jerónimo Treviño de este a oeste; y de sur a norte Constantino de Tarnava, Artículo 123 y José Navarro.


Este es el croquis de las manzanas que ocuparían las viviendas obreras de la Cigarrera.

En alguna casita como estas...


 



Con una fachada simple y una distribución arquitectónica meramente funcional.






Espero con toda la intensidad de mi corazón, terminar mi investigación y poder despedirme de mi awelita conociendo más de su vida y su modo de vivir cuando fue obrera. Poder enaltecerme no sólo de provenir de tan bella mujer, sino también reflejarme en su espejo como una valiente y aventurera mujer.

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