lunes, 11 de marzo de 2019

¡El hombre más ardiente!


Cuando era niña, mi abuelo era el hombre mas valiente del mundo. Él era: “el pepe el toro” de mis películas, “el Johny Weissmuller” de mis aventuras en la selva, el "huracán Ramírez” de mi cuadrilátero, el Jorge “el bueno” de mis coplas y hasta el “Lion-O” de mis caricaturas. Sus fuertes brazos podían convertirse en el refugio más grande y seguro, sus grandiosas manos podían imitar a la araña mas poderosa sobre este tierra, su enorme pecho podía cubrirme del mas fuerte frío, pero sus piernas eran mi lugar favorito en todo el mundo. 

Recuerdo tantos momentos sentada en su regazo. Como aquella noche en la que me equivoque de día por la emoción de disfrazarme e ir a pedir dulces en “Halloween”, estaba sentada frente a él, lloraba por mi gran decepción y sólo podía acariciar mi colita de “diablilla”. No soportó mi llanto y me tomó en sus brazos para consolarme en su regazo y después de eso, no recuerdo nada más, mi tristeza se había ido y ya nada importaba. 

 El elegante de mi abuelo.

Como olvidar que cada tarde al llegar del colegio, podía sentarme en sus piernas y contarle todas mis aventuras, una por una, sin aburrirse. Él sólo se reía, pero estoy segura que comprendía que su nieta era un “trompito” que no podía estar quieta y me amaba más de lo que yo podía imaginar.

Además sus piernas eran el sitio perfecto para escuchar sus estupendas historias. Creo que gozaba demasiado contándonos las historias de terror más espeluznantes que había escuchado en su pueblo. Recuerdo perfectamente todas y cada uno de ellas, como la de las “grietas” en el piso de la cocina, según él, se había abierto el piso para que la tierra se tragarse a un niño que se había portado mal. Otra en la que el mismísimo diablo bajaba en un carrito de minero para llevarse a todos los niños malos hasta la punta más alta del cerro. 

Pero la que jamás podré borrar de mi cabeza es aquella a la que el nombraba:

 “La bailarina del Diablo”

Era Sara Millán una joven hermosa, cuando en 1880, la ciudad de Monterrey estaba circundada por la ribera pantanosa del río Santa Catarina y por “jacales” de clase baja, fabricados con palos y adobes, techados con yerba y cascara de sabino, cuya suciedad y miseria era mayor que en otras ciudades de México. Todas las calles, de lo que hoy es el barrio antiguo, eran angostan y empedradas con piedra bola, pero el descuido de su pavimentación originaba enormes pozos que con frecuencia se convertían en verdaderos lodazales. 

Fotografía antigua de Monterrey, donde se puede ver a las chicas de la clase opulenta.
Sara junto a su madre, que había quedado viuda años atrás, alquilaban una pequeña y humilde casa, en el extremo oriente de la calle Abasolo, a una calle del “Colegio de Niñas”. Esta casa estaba construida con gruesos muros de adobe, tenía grandes ventanas y puertas sostenidos por unos enormes y gruesos maderos. El ejemplo vivo de la precariedad con la que se vivía en Monterrey durante la primera mitad del siglo XIX.

A pesar de que Sara era una joven bella y carismática, jamás logró ser aceptada por la clase opulenta a la que pertenecían sus compañeras de clases, niñas de las mejores familias regiomontanas. Sí hoy día se cree que la sociedad regiomontana es conservadora, hace un par de siglos atrás era aún mas retrógrada, pues consideraban que Sara era una joven de “dudosa” reputación por su frecuente asistencia a las serenatas y ferias en los centros de reunión mas tradicionales de los regiomontanos. 

Un domingo en la Alameda, paseo tradicional en Monterrey por muchos años.
Poco a poco esta reputación, hizo que tan hermosa joven y su madre fueron marginadas y excluidas de todos los grupos sociales. Todos hablaban muy mal de Sara y su madre, no podía soportarlo, así que evitaba cualquier tipo de contacto, con sus vecinos o conocidos. Toda esta situación provocó que Sara se convirtiera en una joven solitaria, quien a falta de amistades verdaderas, se rodeó sólo de hombres que la invitaban a salir para usarla como objeto de su diversión. 

Una noche, cuando Sara se preparaba para salir a la feria en la “Plaza Zaragoza”, de gran importancia porque la guarnición militar que cuidaba la ciudad ofrecería el más grande concierto jamas ofrecido en al ciudad, su madre se atrevió a preguntarle, -¿quién te acompañará esta noche?
Sara muy molesta le contestó -saldré con el primero que toque esa maldita puerta-. Su madre muy enojada por su respuesta le recamó diciéndole, - seguramente te irías con el diablo si te lo pidiera-, Sara no quiso decirle a su madre que no esperaba a nadie, sólo pudo dejar salir una enorme carcajada de su boca, pero el enfrentamiento con su madre no la detuvo para seguir con su arreglo.

Poco tiempo después, tocaron la puerta. ¡TOC, TOC TOC! ambas se quedaron pasmadas, viéndose la una a la otra. Sara estaba segura de que no esperaba a alguien y su madre sospechaba que la molestia de su hija unos minutos atrás, era justo por que no tenía pareja ese día.

Sara reaccionó, corrió a la puerta y antes de abrir, le dijo a su madre con un tono altivo, -ya me voy, te dije que vendrían por mi- y la madre aún mas molesta le contestó, - ojalá sea el diablo, sólo así dejaras de salir-.

Cuando Sara abrió la puerta no podía creer lo que sus ojos veían. Era el hombre más atractivo y elegante que jamás había visto. Su vestimenta era como la de los novios de sus compañeras del colegio, su rostro era tan bello que no podía dejar de pensar en el porqué no lo había visto antes. Inmediatamente el joven le extendió el brazo y Sara sin importarle que no lo conociera lo tomó de la mano.

 La plaza Zaragoza, aquella en la disfruto tanto Sara y sus acompañante.
Caminaron cuatro cuadras sobre la calle Abasolo, hasta llegar a la Plaza Zaragoza. Sara solo podía pensar en lo que la gente diría de ella, ésta vez ella iba acompañada de un hombre gallardo, adinerado, y quizá hasta extranjero. 

Esa noche la feria duraría más de lo normal, pues la orquesta militar ofrecería el más largo concierto jamás presentado en Monterrey, se tocarían ocho piezas musicales, a diferencia de las anteriores en las que sólo se tocaban cuatro piezas. Sara y el hombre misterioso gozaron toda la noche. Ella se dedicó a presumir a su pareja por toda la plaza y él a pesar de su semblante tieso y arrogante, se podía ver que disfrutaba de sus momentos con Sara. 

Bailaron toda la noche, entre, pasos dobles, marchas, polkas, shotisses, fantasías, oberturas, cuadrillas y redovas; hasta que pasadas las diez de la noche, Sara recordó que tenía que volver. Así que de nuevo tomaron la calle Abasolo de regreso a casa de la joven, y tomados del brazo caminaron hasta la puerta de aquella humilde casa.

En cuanto llegaron Sara esperaba recibir un cariñoso y afectuoso beso, pero cual fue su sorpresa, cuando aquel hombre se abalanzó sobre ella y la abrazó tan fuerte que ella pudo sentir como su cuerpo ardía. Entre más gritaba y forcejeaba, más intenso era el dolor, poco a poco logró alejarse y pudo sentir como su cara se desgarraba, como si unas ardientes uñas se incrustaran en su mejillas y en su frente. Sara no podía dejar de gritar pidiendo ayuda, pero, para cuando los vecinos y la madre salieron en busca de Sara, sólo vieron como aquel hombre se desvanecía entre la obscuridad de la noche, dejando a su paso un intenso olor a azufre.

A pesar de que Sara se recupero de las terribles quemaduras, su vida jamás volvió a ser la misma, su cara había quedado desfigurada, y su cuerpo tan lastimado que apenas se podía reconocer que se trataba de aquella hermosa mujer. Así que decidió esconderse en un convento y dejarse abrazar por la vida religiosa, pero eso, jamás se pudo consumar. Días después de llegar al convento, murió calcinada en su cama y jamás se supo lo que le sucedió.

Las fiestas en las plazas de Monterrey se volvieron un atracción muy arraigada entre las costumbres de los regiomontanos, ya que durante el auge comercial originado desde principios del siglo XIX, el gobierno municipal tenía el propósito de repoblar la zona norte, oriente y poniente del ahora primer cuadro de la ciudad e iniciaron  obras como la construcción de la calzadas Madero, la avenida Pino Suarez, la construcción de la Penitenciaría, la culminación de las obras de la Alameda, plazas públicas en cada uno de los barrios, etcétera. 

Estas obras, lograron su objetivo principal, pero durante dicha época comenzaron a surgir leyendas como éstas en las que se pretendía, de cierto modo, sabotear las actividades gubernamentales de fomento al comercio y la industria. 

De lo que no debe caber alguna duda es que así como los sitios, los cambios en urbe y las nuevas construcciones son parte del patrimonio de la ciudad, las historias, leyendas y otros mitos forman parte de las tradiciones de la sociedad, es decir del patrimonio cultural del regiomontano. 

*Para mi “welito” que estoy segura , se sigue 
divirtiendo viendo todo lo que su nieta puede hacer. 
¡Te quiero, donde quiera que estes! 

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